(Anticipo que habrá spoilers y, como las paradojas inexplicables de la serie y la novela, la idea de este artículo, además de emocionar con la lectura, es que vean la serie y lean el libro en cuestión)
Empecé a ver Fringe cuando salió, allá por el 2008, y quedé fascinado en los primeros 4 fotogramas. Seguí la temporada 1 y 2 y luego, lo de siempre: dos, tal vez, tres temporadas, es mi límite. Generalmente me sucede como con los chicles, al principio bien, pero luego van perdiendo el gusto.
Por lo general (tal vez Stranger Things es una de las pocas excepciones) las buenas ideas terminan estropeándose si se usan incorrectamente; el famoso “equilibrio” del que habla siempre el ser humano. (Supongo que eso está relacionado con nuestra forma de consumir cultura, pero eso no es de lo que quiero hablar hoy, aunque, dejo constancia para el futuro). Decía, Fringe, tremenda idea, aparecía mi querido J.J. Abrams por primera vez, y aun así la abandoné en los primeros capítulos de la tercera temporada (a la postre, una de las mejores).
Qué maravillosa sorpresa encontrarla, muchos años después de su último capítulo, en el catálogo de Prime. En la literatura uno lo ve, lo vive más intenso: la relectura evidencia el cambio. O, mejor dicho, no es el mismo Ezequiel el que lee a Borges en 2023 que el Ezequiel que leía a Borges en el 94. Por eso es hermoso volver a leer, por eso es hermoso volver a ver algo tantas veces como tengamos ganas, como los niños con las películas de Disney o Pepa pig, por dar algunos ejemplos. La felicidad en la iteración.
Y el Ezequiel del presente disfrutó como un poseso, se emocionó con Fringe desde la primera hasta la quinta y última temporada.
(Noté el cambio de producción entre temporadas, creo que JJ se va en la tercera. Sin embargo, me dejó, nunca mejor dicho, emocionado, que de eso va esto blog, por cierto).
Piel de gallina, el pecho que palpita, que se desborda. Doble emoción, porque, cuando Peter Bishop abre el sobre y ve aquella flor, mi mente viaja y visita al Ezequiel de los 90, que, en un sofá cómodo, a la luz del atardecer caluroso de Buenos Aires, lee el final, con piel de gallina, de La máquina del Tiempo, de H. G. Wells, que también implicaba una (en realidad, dos) flor de color blanco.
Explosión de cabeza, de pecho, emoción. Ser humano.
A ver cómo lo explico. En una brecha de 113 años, la ciencia ficción, ese género tan lindo, nos brinda la posibilidad de pensarnos de forma diferente. Bendita sincronía. En 1895, Wells inauguraba el género con un libro en el que un hombre decimonónico construía una máquina en su sótano y viajaba en el tiempo, miles y miles de año en el futuro, hasta llegar a una Tierra en la que solo sobrevivieron dos especies conscientes. Una vivía en la superficie (muy al estilo comunidades originarias de América) y por debajo, en las raíces, como topos, otra especie, más fuerte, más lista, que subyugaba, perseguía y esclavizaba a la otra.
El protagonista, luego de una gran odisea, vuelve a su presente un poco ayudado y ayudando a la vez a los indígenas de la superficie a liberarse de la opresión de los Morlocks (así se llamaban los malos). Pero un poco antes, la mujer, Weena, heroína de la novela, le da dos flores blancas de ese futuro, raras, pero hermosas que él guarda antes de emprender, digamos, la batalla final.
El tema es que, para Wells, ese final con las dos flores, simboliza que aún en un futuro donde el ser humano es cruel y utiliza la inteligencia para hacer el mal, queda un resquicio de humanidad, de amor, de emociones poderosas para plantar lucha a la mala hierba, a la Razón mal usada.
De la misma forma, 113 años después, una serie que también va de viajes en el tiempo, de brechas en la membrana que separa los universos paralelos y muchas cosas más, utiliza otra flor, un tulipán blanco, que es lo último que ve Peter, que al principio no entiende, la cámara sube desde su pecho hasta sus ojos y ahí sí, ahí vemos algo en su mirada que nos da entender que entiende. Grandioso.
(¿Va quedando clara la intención de este artículo?: por favor vean las 5 temporadas de Fringe y lean, sobre todo eso, lean el libro de H. G. Wells).
Toda la serie toca el tema de la relación padre-hijo de forma evidente. Hay sacrificio, hay redención. Todo por mi hijo, piensa Walter Bishop, un tipo que cuando ve que se está convirtiendo en un monstruo decide extirparse parte del tejido cerebral, que lo dejará medio loco, pero adorable.
Un hombre que viaja a otro universo para robar otra versión de su hijo muerto. Un hombre que al final se sacrifica por la felicidad de ese hijo. Y, paradojas aparte, le envía esa carta desde el futuro (2167) con el dibujo de una flor, que simboliza nuevamente el triunfo de lo irracional sobre lo racional, las emociones titánicas como el amor por sobre la inteligencia (no olvidemos que los malos de la serie eran super inteligentes, con poderes tecnológicos fantásticos, porque habían modificado el cerebro para suprimir todo tipo de emoción, que entorpecían la capacidad neuronal).
El tulipán blanco de Fringe viene de la segunda temporada y eso le otorga mucha más fuerza (y pelos del brazo erizados) al final. Las dos flores blancas del viajero del tiempo también tienen que ver con un momento dentro de la historia. Hermosa sincronía que en un solo fotograma me hizo sentir las dos historias y correr, rápido, a este ordenador, para teclear, lo más veloz posible, estas palabras, que se acercan poco a la sensación, tan humana, demasiado humana, que es la irracional piel de gallina.