Estoy leyendo en el parque Grec, lugar idílico para semejante actividad. (Un paraíso bien aggiornado por el toque humano). La temperatura es elevada pero mi banco está debajo de un frondoso árbol que me protege. Entonces levanto la vista porque dos figuras entran en mi campo visual y tiene lugar, una vez más, la siguiente epifanía de este sospechoso profeta que acaso usurpa un nombre de vetusta dignidad.
Dos veinteañeras ríen y caminan por el “laberinto” de ligustros y flores sacándose fotos. Las llaman selfies hoy en día. No son muchos metros, pero sí muchas posibilidades de fotografías, diversas vistas: el anfiteatro, el Museo de arte nacional de Cataluña, y árboles, de todo tipo. De hecho, en ese instante me vienen a la memoria muchas adolescentes más que llegan al parque cada semana con una maleta para ir cambiándose y algún amigo o amiga que los asiste. Pero estas dos no van en ese rollo, están paseando. No es algo pro para su canal.
En tan pocos metros se desentienden una de otra y se sacan más de 50 selfies. Estamos hablando de 25 metros, de muchas fotos por minuto. (El gesto de la gente contemporánea al posar para un selfie me provoca cierto malestar estomacal: hacen algo con los labios, sospecho que hay un gesto específico que los hace guapos o guapas a nivel estándar. Lo que me sorprende es decididamente generacional, porque alguien, hace un par de décadas, poniendo esa cara para tomarse una foto, bordaría el ridículo, sería una fuente de vergüenza ajena).
Pero soy un hombre, a pesar de mis años, que puede entender ciertos aspectos del presente (como el hecho de aceptar hacerse viejo al notar estas cosas). Sus rostros de selfies no me sorprendieron tanto como la cantidad de fotos y de poses. Me pregunté qué harán con tantas fotos, cuánto tiempo de sus energías vitales ocuparán en seleccionar las mejores. (Llega la voz de mi yo veinteañero y me dice que yo a esa edad tampoco es que estuviera haciendo muchas cosas interesantes por el mundo). También, y aquí la visión profética, me asaltó la gran pregunta por el ego: ¿hasta dónde hemos llegado en la idolatría del individuo en este occidente desenfrenado? Entonces, catatónico, como todo profeta que se precie, vislumbré el futuro de seres inútiles, que no sabían hacer nada y relegaban en las máquinas los quehaceres y servicios mínimos. Seres que se endiosaban unos a otros, presos de dramas estúpidos producidos por paupérrimas gestiones emocionales en las que todo gira alrededor de ellos o ellas. Unas sombras gigantes se aprovechaban de ellos que, como zombis caminando por un desfiladero a punto de caer, consumían todo lo que las sombras producían sin cuestionarse nada, sin pensar.
Los selfies iban y venían y también me asaltaron imágenes de gente bailando en TikTok, de niñas sexualizadas haciendo danzas que antes veíamos en películas como 9 semanas y media. Desperté.
Las dos chicas continuaban cerca, una apoyada en un árbol y la otra como a 20 metros, buscando otras vistas para selfiar. La dinámica es esa, muy individual, aunque la salida sea en conjunto. A veces se encuentran a mitad de camino para enseñarse las fotos que sacaron, para que cada una de ellas vea lo guapa que ha salido la otra y viceversa, en el divertidísimo juego de las vanidades infinitas. Risas, poses, labios apretados y manos haciendo el símbolo de la paz, pero de costado (esto tiene que ser un símbolo masónico, sospecho).
Entonces pienso. Gran parte de esta juventud hermosa y occidental está totalmente desconectada. En la era de la hiperinformación, los jóvenes están desconectados de la naturaleza, de lo animal, de lo salvaje. Están desconectados de lo social y son un fiel producto acabado de lo individual y es encantador, porque en ese mismo instante suena una armónica de otro joven que a unos cien metros practica unas tonadas hermosas que contrastan con los labios de pato de selfie de las jóvenes y el mundo, la vida, es maravillosa a pesar de la profecía en la que esos jóvenes mueren en vida por la mala gestión de sus existencias, de sus egos.
Y una pareja pasa con un Bichón maltés que mueve la cola y corre como loco, asaltado por una alegría espontánea al verse liberado en el parque. Olfatea, roe algunos palos y se detiene porque una brisa del este le abofetea en todo el hocico. Suspira mientras recibe la brisa y mueve su naricita como lo hacía Hechizada, de un lado a otro, recibiendo la información que le llega vaya a saber uno de qué distancia.
Lo que trae el viento a veces es un misterio para nosotros, aunque no para ellos. Lo salvaje.
Yo también suspiro y en ese instante doy gracias al universo por darme la armónica de fondo, el céfiro en el pelo del maltés y también, por contraste, las dos jóvenes que nada saben de ese aire ni les interesa lo que el viento trae o se lleva.
La vida es hermosa y no puede más que mejorar.
[…] a punto de tomar un sorbo de café en una terraza en el barrio de San Antonio, recibí otra epifanía. El temblor hizo que casi volcara la taza. Por suerte, nada ni nadie salió lastimado. Las […]