O como lidiar con el algoritmo que todo lo puede.
Sentado, a punto de tomar un sorbo de café en una terraza en el barrio de San Antonio, recibí otra epifanía. El temblor hizo que casi volcara la taza. Por suerte, nada ni nadie salió lastimado. Las profecías me atrapan en cualquier contexto y generalmente se desarrollan casi como un trance epiléptico. Se sufre cuando se es profeta.
En la revelación vi un mundo en el que los robots hacían todo y ya casi no quedaban trabajos “normales”, y cada uno de nosotros recibía lo que llamaban “asignación universal”, un sueldo con el que en teoría se podía vivir bien en ese futuro casi distópico. Digo casi porque no logré estar mucho tiempo, claro, pero la visión lo teñía todo de un gris mate aburrido, y las personas andaban, se movían, con cierta velocidad que los hacía… monótonos.
Probablemente estaba sugestionado con ciertas situaciones recientes como la de recibir el aviso de Linkedin para conectar con alguien al que solo nos relacionaba haber estudiado en la UBA pero que según el algoritmo de la red social éramos casi íntimos simplemente por haber ido a la misma universidad en una ciudad tan pequeña como Buenos Aires. Empezamos por respuestas prefabricadas del tipo “muchas gracias, Mengano”, “Hola, menganito” y cosas así a un texto entero en el que te presentas y saludas con “¿te acuerdas cuando estudiábamos en tal Universidad y éramos tan felices de sabernos en el mismo mundo?”.
En la epifanía, la gente ya casi no sabía hablar, no lograban gestionar nada a nivel emocional y poco más eran unos autómatas que iban y venían casi sin sentir. Había carteles enormes en las calles que rezaban cosas como NO TE PREOCUPES, ELLOS LO HACEN TODO POR NOSOTROS, o del estilo CONFÍA EN TU BOT, ÉL SABE LO QUE HACE. (Tampoco había niños, por ningún lugar).
La visión duraría un poco más, cuando de repente veo una puerta en un callejón. Una puerta entreabierta de la que sale una luz intensa y que, por supuesto, siento unos deseos irrefrenables de traspasar.
Vuelvo a mi cuerpo, en nuestro tiempo y observó cómo la camarera sonríe por algo que le dijo una señora mayor vestida con elegancia, coqueta, mientras intento olvidar el sinsabor de la distopía que todavía está en mi cabeza, que se mezcla con el sabor a café del sorbo anterior al transe.
Pienso en el algoritmo y nuestro presente. Como poco a poco nos está comiendo la pereza y dejamos que la matemática perversa se haga con el control de nuestras vidas (me encantaría saber qué pensaría de esto gente como Walter Benjamin o Norman Mailer, por ejemplo) y parece que ya no hay marcha atrás. Lo que se presentaba como una herramienta poderosa termina poseyéndonos. Bueno, no, en rigor, todavía estamos a tiempo, aunque vamos camino hacia.
Simplemente debemos hacer un sencillo ejercicio de memoria y pensar cómo se fue introduciendo el algoritmo poco a poco en las redes sociales. En YouTube, por ejemplo, es muy evidente. En Instagram también. Y lo llamativo es que antes, por ejemplo, uno buscaba un tema con palabras, las escribía y el algoritmo luego se ponía pesado con el tema enviándote mucho material similar. Ahora solo basta ver un reel completo de perritos de determinada raza para que el algoritmo te bombardee durante días con páginas que hablan o presentan animales similares. Y el ser humano, lo siento Sillicon Valleanos, es más complejo. O debería serlo. (¿O en realidad ellos saben con bases científicas que no lo es?).
Algún día alguien debería escribir un ensayo serio sobre el capitalismo y la eficiencia. Sobre la pereza y el consumismo. Sobre los mecanismos del consumo, o esa maliciosa tecnología que en teoría sabe mejor que nosotros lo que queremos. (Eso es mentira y luego lo voy a demostrar).
(Se han escrito ensayos semejantes, Ezequiel, me dice alguien cercano que no es Dios).
Y el presagio viene por ahí. No hace mucho, un reputado neurocientífico había hecho un experimento con el cerebro de unos oyentes. Creo que los había sometido a escuchas de rock, pop, clásica, reggaetón y Trap. Descubrió que el cerebro se iluminaba y mostraba signos de estar más activo con la música urbana. Enseguida salieron los consabidos defensores intelectuales de dichos géneros para mofarse y gritar bien alto que nuestro cerebro prefería el reggaetón antes que a Coltrane o Stravinsky. Pero lo cierto, y aquí viene nuestra era, que vuelvo a repetir, he bautizado La era de los Idiotas, para mostrarnos todo su esplendor. Sencillamente, lo que sucede es que el cerebro, perezoso por el contexto en el que se desarrolló por vez primera, se acomoda mejor con ciertos ritmos más fáciles, menos sorpresivos, con la profundidad necesaria para no tener que hacer trabajo demás. Lo que mostraba el experimento era justamente lo contrario a lo que entendieron los devotos del Trap y el Reggaetón. Es un ritmo tan básico que nuestro cerebro acampa a sus anchas y con esa motivación mejor nos hubiéramos quedado en las ramas, para qué erguirse y empezar a caminar por la sabana. (De las letras de estos géneros mejor no hablar, da para un artículo especial).
Y como con el reggaetón, el algoritmo, la tecnología, funciona igual con todo lo demás. Poco esfuerzo a la enésima potencia. Todo el mundo escribe igual en las redes porque todos lo hacen a través de chat gpt, por dar un ejemplo.
El problema es nuestra mentalidad. Vivimos para consumir, todo. Y en cuanto tenemos herramientas que facilitan el camino al consumo, las exprimimos a más no poder, de la misma forma procedemos con los recursos del planeta. Y cada vez somos más individuos y menos colectivo. Nos ponemos y sacamos identidades como quien se saca una careta. Hemos inventado disciplinas para ponernos y sacarnos las caretas: el marketing, sin ir más lejos. Una disciplina, vamos a ser honestos, que, si mañana desapareciera por arte de magia, el ser humano no la echaría en falta, podría seguir viviendo (incluso creo que mejor; y lo digo yo, que viví del marketing tanto tiempo).
Al final, endiosamos a la gente de Sillicon Valley y qué hicieron realmente, llevar al extremo lo que la publicidad, la psicología y el marketing habían descubierto en cuanto a nuestro comportamiento como consumidores. No nos engañemos (esto lo pronuncio gritando con el poder que me ha otorgado Dios como profeta) nuestra tecnología es solo tecnología de la información y, sobre todo, mucha parafernalia; nos prometieron viajes espaciales, teletransportaciones, coches voladores, pastillas de chiquitolina, estabilizadores emocionales y qué es lo que tenemos, algoritmos que nos van llevando por el camino del consumo que engorda los bolsillos de unos pocos y crea falsos gurús por todas partes. Si quieres invertir, si quieres desarrollar tu marca personal, si quieres sobresalir por encima del resto, has click en mi página y se te revelará el maravilloso mundo del éxito. La tecnología, como se diría en mi país, ha avivado giles, a troche y moche.
Ahora todo el mundo es “especialista” en algo porque el algoritmo así lo pide. Ahora todo el mundo te ayuda a encontrar el camino del éxito porque todo el mundo sabe cómo posicionarte, como hacer para que el supremo algoritmo te lleve a las alturas, al cielo en la tierra. (Con este artículo, verbigracia, cuando tenga que subirlo a mi página, el programa SEO, algo así como el brazo de Dios, me puntuará mal si no pongo la palabra clave en el encabezado, si no pongo la palabra clave en el título, si no inserto la palabra clave en gran porcentaje del texto, si no pongo la palabra clave en el… y dan ganas de, con grito de profeta alucinado, mandar bien el algoritmo a la mierda, y disculpen mi francés). Al final, si todo santo dios ya sabe cómo controlar al algoritmo por qué demonios nos seguimos vendiendo los unos a los otros.
¿O se trata de hacer la mayor cantidad de dinero con el menor esfuerzo e inventarnos que somos especialistas?
¿No era que la dicha está en el camino y no en el resultado?
Incongruencias. Demasiado humanos, diría el filósofo.
Hemos confundido algo: el algoritmo no sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, el algoritmo nos estás algoritmizando, nos está haciendo a su antojo. Y ni si quiera tiene que ver con distopías como Terminator o Matrix, no. Tiene que ver con el camino que queremos tomar y esto lo vengo diciendo y lo seguiré repitiendo. Nosotros elegimos vivirnos de tal o cual forma y nuestra naturaleza es que no tenemos naturaleza sino devenir constante.
Hace poco, en uno de mis talleres de Ecología emocional a través de la escritura (sé que debo hacer algo con los títulos) les di a mis alumnos una tarea… compleja. “Quiero que para la semana que viene me traigan ideas, por lo menos una, de cómo sería pensarnos como sociedad por afuera del consumo… o sin el concepto de consumo como régimen sistemático”. Y los resultados son hermosos, comprobé que hay un “despertar” que no todo está perdido, porque las personas que escribieron aquellas cosas, aquellos hermosos sistemas sociales, son personas como tú, como yo, trabajadores, trabajadoras, profesionales, gente con curiosidad y ganas de vivir, con actitud para afrontar el cambio con acciones verdaderas.
Y entonces viene la puerta. ¿Se acuerdan de la puerta entreabierta en el callejón y mis ganas irrefrenables de traspasar? Lo hice y lo que vi fue otra versión de la distopía. La gente también recibía una asignación universal que los desligaba del trabajo. Pero a diferencia de los aburridos, buscaban, cambiaban, leían, compartían conocimientos, exploran un camino colectivo hacia nuevas fronteras de la conciencia y lo que significaba que cada uno de nosotros, al final y al cabo, surgimos de miles, de millones de años, porque, aunque nuestra primera conciencia se despertara hace poco, todos partimos de una gran explosión en la que la materia continúa expandiéndose. Y esa gente vivía en armonía, con sus problemas, que eran de otra índole, pero también creaban nuevas tecnologías que desafiaban antiguas leyes de la física y generaban nuevas formas de pensarnos, de desarrollarnos como especie en el tiempo y el espacio. Antes de volver percibí un cartel a lo lejos, en una calle iluminada con luces de colores TAL VEZ, EL PROPÓSITO FINAL DEL SER HUMANO SEA OBSERVAR, PARA QUE EL UNIVERSO SEA.
Y la puerta se cerró y entonces volví a mi taza de café y suspiré. La vida es hermosa, pensé, y está llena de posibilidades. Siempre.